domingo, 10 de febrero de 2013


El año de la fe:

MENSAJE DE BENEDICTO XVI PARA LA CUARESMA 2013

 

Ayer celebrábamos la Navidad y al mes siguiente, empezamos en tiempo cuaresma. Benedicto XVI ha escrito, al respecto, el mensaje que transcribimos y nos puede ayudar a vivirla: La celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás.
 

1. La fe como respuesta al amor de Dios

En mi primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro».

La fe constituye la adhesión personal a la revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. De aquí deriva para todos los cristianos la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento, por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad».

El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y, movido por este amor, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo. Esta actitud nace de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.

«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor.

El amor es una luz -en el fondo la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar». Todo esto nos lleva a comprender que la principal característica de los cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella.

Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí.

¿Soy yo esta persona conquistada por el amor de Cristo?

Y, en consecuencia, ¿vivo “para los demás”?

2. El lazo indisoluble entre fe y caridad

Si dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor es dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» y él mora en nosotros. 

La fe es conocer la verdad y adherirse a ella; la caridad es «caminar» en la verdad. Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad. La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica. En la fe somos engendrados como hijos de Dios; la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo. La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que fructifiquen.

Nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica». La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios.

En la Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los pobres. En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse. La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico debe estar arraigado en la fe.

A veces, se tiene la tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa Pablo VI, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor de desarrollo. La verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre.

¿Cultivo mi amistad y unión con Dios? La medida de mi unión con Dios, la verdadera oración, es la medida auténtica de mi amor a los hermanos.
 

3. En definitiva, todo parte del amor y tiende al amor.

Toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente.

La cuaresma nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna.

Como todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo, ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abba, Padre!».

La fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte.

La fe nos invita a mirar hacia el futuro con esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre.

La relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramento de la fe) precede a la Eucaristía (sacramento de la caridad), pero está orientado a ella, que es la plenitud del camino cristiano.

Así, la fe precede a la caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»).

Os deseo a todos que viváis este tiempo precioso de la Cuaresma reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida.

Desapegar el corazón de los bienes materiales (ayuno) nos hace más sensibles al amor de Dios (oración) y al servicio de los hermanos (limosna).

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