El año de la fe:
MENSAJE DE BENEDICTO XVI PARA LA CUARESMA 2013
Ayer celebrábamos la Navidad y
al mes siguiente, empezamos en tiempo cuaresma. Benedicto XVI ha escrito, al
respecto, el mensaje que transcribimos y nos puede ayudar a vivirla: La celebración de la Cuaresma , en el marco del
Año de la fe, nos ofrece una
ocasión preciosa para meditar sobre la relación
entre fe y caridad: entre creer en
Dios, el Dios de Jesucristo, y el
amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino
de entrega a Dios y a los demás.
1.
La fe como respuesta al amor de Dios
En mi primera Encíclica expuse
ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos
virtudes teologales, la fe y la caridad. Puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el
amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro
encuentro».
La
fe constituye la adhesión personal a la revelación del
amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta
plenamente en Jesucristo. De aquí deriva para todos los cristianos la necesidad
de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra
su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un
mandamiento, por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se
desprende de su fe, la cual actúa por la caridad».
El cristiano es una persona conquistada por el amor de
Cristo y, movido por este amor, está abierto de modo profundo y concreto al
amor al prójimo. Esta actitud nace de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, nos sirve, se
inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor
de Dios.
«La fe nos muestra a Dios que
nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor...
La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón
traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor.
El
amor es una luz -en el fondo la única- que ilumina
constantemente a un mundo oscuro y nos
da la fuerza para vivir y actuar». Todo esto nos lleva a comprender que la
principal característica de los cristianos es precisamente «el amor fundado en
la fe y plasmado por ella.
Toda
la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios.
La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud
una inaudita iniciativa divina que nos
precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa
historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da
pleno sentido. Sin embargo, Dios no se
limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan
profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive
en mí.
¿Soy
yo esta persona conquistada por el amor de Cristo?
Y,
en consecuencia, ¿vivo “para los demás”?
2. El lazo indisoluble
entre fe y caridad
Si dejamos espacio al amor de
Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su
amor es dejar que él viva en nosotros y
nos lleve a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega
verdaderamente «a actuar por la caridad» y él mora en nosotros.
La
fe es conocer la verdad y
adherirse a ella; la caridad es
«caminar» en la verdad. Con la fe se
entra en la amistad con el Señor; con
la caridad se vive y se cultiva esta amistad. La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica.
En la fe somos engendrados como hijos de Dios; la caridad nos hace perseverar
concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo. La fe
nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la
caridad hace que fructifiquen.
Nunca
podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas
dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver
en ellas un contraste o una «dialéctica». La existencia cristiana consiste en
un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar,
trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros
hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios.
En la Sagrada Escritura vemos
que el celo de los apóstoles en el
anuncio del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al
servicio de los pobres. En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de
alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse. La prioridad
corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico
debe estar arraigado en la fe.
A veces, se tiene la tendencia
a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda
humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la evangelización, es
decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por
tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle
partícipe de la Buena
Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta
e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa
Pablo VI, es el anuncio de Cristo el
primer y principal factor de desarrollo. La verdad originaria del amor de
Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este
amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre.
¿Cultivo mi amistad y unión con
Dios? La medida de mi unión con Dios, la verdadera oración, es la medida
auténtica de mi amor a los hermanos.
3. En definitiva, todo parte
del amor y tiende al amor.
Toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón
acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos
de limitar nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las
orienta hacia las obras de la caridad.
Éstas no son principalmente fruto
del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede
abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos
virtudes se necesitan recíprocamente.
La cuaresma nos invita
precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada
de la Palabra
de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en
la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la
penitencia y de la limosna.
Como todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del
único Espíritu Santo, ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abba, Padre!».
La
fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como
Amor encarnado y crucificado, adhesión
plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para
con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de
que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte.
La
fe nos invita a mirar hacia el futuro con esperanza, esperando
confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su
parte, la caridad nos hace entrar en
el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal
y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus
hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús:
filial para con Dios y fraterna para con todo hombre.
La relación entre estas dos
virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia : el bautismo y la Eucaristía. El
bautismo (sacramento de la fe)
precede a la Eucaristía
(sacramento
de la caridad), pero está orientado a ella, que es la plenitud del
camino cristiano.
Así, la fe precede a la caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en
ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos
ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al
prójimo»).
Os deseo a todos que viváis este tiempo precioso de la Cuaresma reavivando la fe
en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el Padre y por cada
hermano y hermana que encontramos en nuestra vida.
Desapegar el corazón de los
bienes materiales (ayuno) nos hace más sensibles al amor de Dios (oración)
y al servicio de los hermanos (limosna).
No hay comentarios:
Publicar un comentario