domingo, 24 de julio de 2011

Razones para no envejecer.

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            Nuestra Comunidad se está haciendo mayor y la vejez trae consigo limitaciones importantes que todos conocemos. Los sentidos se entorpecen; comienza a fallar la memoria; se pierde la vitalidad de otros tiempos. Es lo propio de la edad avanzada. Pero hay también otros signos, que pueden aparecer a cualquier edad y que siempre revelan un proceso de envejecimiento espiritual.

       Así sucede cuando la persona va recortando poco a poco el horizonte de su existencia y se contenta con «ir tirando». Nada nuevo aparece ya en su vida. Siempre los mismos hábitos, los mismos esquemas y costumbres. Ningún objetivo nuevo, ningún ideal. Sólo la rutina de siempre.

       En el fondo, la persona se ha cerrado, tal vez, a toda llamada nueva que pueda transformar su existencia. No escucha esa voz interior que desde dentro, nos invita siempre a una vida más elevada, más generosa, más noble, más espiritual y más creativa.

       La persona corre entonces el riesgo de encerrarse en su propio egoísmo. La vida se reduce a buscar siempre las propias ventajas, lo que sirve al propio interés. No cuentan los demás. Cerrado en su pequeño mundo, el individuo ya no vive los acontecimientos que sacuden a la Humanidad, ni se conmueve ante las personas que sufren junto a él.

       No se encuentran motivos para asumir riesgos, para continuar creciendo y ejercer la propia creatividad. Se percibe en el corazón algo difícil de definir, pero que no está lejos del aburrimiento, la decepción, la soledad o el resentimiento. ¿No nos pasa cuando pensamos en la gente joven que abandona?

       No es fácil reaccionar cuando uno se encuentra en esta dinámica. La persona necesita en estos momentos algún motivo hondo que infunda en su vida el deseo de crecer, de un estilo de vida más generoso, más arriesgado. Jesús, nos sorprende con estas dos pequeñas parábolas: La del tesoro encontrado en el campo y la de la perla preciosa.

       Tanto en una como en otra, Jesús nos presenta su experiencia del encuentro con Dios como experiencia gozosa, capaz de transformar y orientar su vida por otros caminos (Tentaciones en el desierto).

       Al contrario de lo que domina nuestra sociedad, Jesús es testigo de que el encuentro sincero con Dios siempre es creador y transformador. No es posible la experiencia de Dios sin tener, al mismo tiempo, la experiencia de una luz que ilumina toda la vida de una manera diferente. Una experiencia que crea en el hombre y la mujer unas ganas de vivir y de servir inmensas, imparables, siguiendo las orientaciones del Señor. El Salmo 118, de este domingo, ya expresa esa experiencia y sus consecuencias en el salmista:

“Yo amo tus preceptos
más que el oro purísimo;
por eso aprecio tus decretos y
detesto el camino de la mentira”

       Las lecturas de hoy nos hacen una llamada a salir de la rutina religiosa donde las circunstancias sociales, políticas y económicas nos han metido y nosotros nos hemos dejado meter porque hemos pensado que en el tener, gozar y poder estaba nuestro futuro glorioso. Ese camino de la mentira nos ha llevado al infierno del inmenso sufrimiento de miles y miles de personas y nos está cerrando en el cascarón protector del “¡sálvese quien pueda!”. Muchas personas viven en esta situación dejan a Dios sin haber experimentado su bondad. Los creyentes marcados por la experiencia de haber encontrado el gran tesoro que es Cristo Jesús, somos invitados a potenciar una intensa vida interior y así captar con alegría las sorpresas que el Dios vivo y Padre “trabajador constante” nos propone y llama para la felicidad de todos.
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