lunes, 21 de diciembre de 2009

Se acaba el Adviento.

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Hemos buscado que este tiempo de gracia, no fuera un tiempo de rutina, más bien un tiempo de impulso hacia la fidelidad a nuestro compromiso de cristianos, nos han acompañado: Isaías, Sofonías, Pablo, Juan el Bautista, Zacarías, Isabel, José, María, y la presencia de Dios a través de sus ángeles y el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, quien hará posible toda la grandeza del acontecimiento que celebraremos el próximo 24-25 de diciembre. Su hacer es un hacer silencioso, pero eficaz.
La figura que destaca hoy en la liturgia es María, donde sobresale su título principal, la Madre de Jesús. Isabel, llena del Espíritu Santo, la proclama “Madre de mi Señor”. Es cierto: para los seguidores de Jesús. María es, antes de nada, la Madre de nuestro Señor. Éste es el punto de partida de toda su grandeza. Los primeros cristianos nunca separaron a María de Jesús. Son inseparables. “Bendita por Dios entre todas las mujeres”, nos ofrece a Jesús “fruto bendito de su vientre”.
También en nuestro interior llevamos al Señor desde el día de nuestro bautismo, si María ha sido considerada como el tabernáculo de Dios o Arca de la Nueva Alianza; nosotros somos templo de Dios. Mientras el Hijo iba creciendo en sus entrañas, ella se manifiesta como persona para los demás y su presencia servicial llena de júbilo a quien sirve, tenemos el ejemplo de su prima Isabel, que canta de gozo.
Aprendamos de María, que no se arruga ante las dificultades y llevemos a Jesús a todos los ambientes, especialmente a los necesitados con disponibilidad de ayudar en las dificultades.
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