FIESTA DE LA
INMACULADA
J. A. PAGOLA
- Lc 1, 26-38
La primera palabra de parte de Dios a los hombres, cuando el Salvador se
acerca al mundo, es una invitación a la alegría. Es lo que escucha María:
Alégrate. J. Moltmann, el gran teólogo
de la esperanza, lo ha expresado así: «La palabra última y primera de la gran
liberación que viene de Dios no es odio, sino alegría; no condena, sino
absolución. Cristo nace de la alegría de Dios y muere y resucita para traer su
alegría a este mundo contradictorio y absurdo».
Sin embargo, la alegría no es fácil. A nadie se le puede obligar a que
esté alegre ni se le puede imponer la alegría por la fuerza. La verdadera
alegría debe nacer y crecer en lo más profundo de nosotros mismos. De lo
contrario; será risa exterior, carcajada vacía, euforia creada quizás en una
«sala de fiestas», pero la alegría se quedará fuera, a la puerta de nuestro
corazón.
La alegría es un don hermoso, pero también muy vulnerable. Un don que hay
que saber cultivar con humildad y generosidad en el fondo del alma. H. Hesse
explica los rostros atormentados, nerviosos y tristes de tantos hombres, de
esta manera tan simple: «Es porque la felicidad sólo puede sentirla el alma, no
la razón, ni el vientre, ni la cabeza, ni la bolsa». Pero hay algo más. ¿Cómo
se puede ser feliz cuando hay tantos sufrimientos sobre la tierra? ¿Cómo se
puede reír, cuando aún no están secas todas las lágrimas, sino que brotan
diariamente otras nuevas? ¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de la
humanidad se encuentran hundidas en el hambre, la miseria o la guerra?. La
alegría de María es el gozo de una mujer creyente que se alegra en Dios
salvador, el que levanta a los humillados y dispersa a los soberbios, el que
colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos vacíos. La alegría verdadera sólo es posible en el
corazón del hombre que anhela y busca justicia; libertad y fraternidad entre
los hombres. María se alegra en Dios,
porque viene a consumar la esperanza de los abandonados. Sólo se puede ser alegre en comunión con los
que sufren y en solidaridad con los que lloran. Sólo tiene derecho a la alegría quien lucha
por hacerla posible entre los humillados.
Sólo puede ser feliz quien se esfuerza por hacer felices a otros. Sólo
puede celebrar la Navidad
quien busca sinceramente el nacimiento de un hombre nuevo entre nosotros.
Como María
Las fiestas de
María no se celebran sólo para cantar su grandeza, sino para aprender de ella a
ser más fieles a su Hijo. Cómo subrayó el último Concilio, María es «modelo»
para la Iglesia.
¿Cuáles podrían ser los rasgos propios de una Iglesia más «mariana»?. Señalemos
algunos.
Una Iglesia que
fomente la «ternura maternal» hacia todos sus hijos cuidando el calor humano en
sus relaciones con ellos. Una Iglesia
de brazos abiertos, que no rechaza ni condena, sino que acoge y encuentra un
lugar adecuado para cada uno. Una
Iglesia que, como María, proclame con alegría la grandeza de Dios y su
misericordia también con las generaciones actuales y futuras. Una Iglesia que se convierte en signo de
esperanza por su capacidad de dar y transmitir vida. Una Iglesia que sabe decir «sí» a Dios sin
saber muy bien a dónde le llevará su obediencia. Una Iglesia que no tiene
respuestas para todo, pero busca con confianza, abierta al diálogo con los que
no se cierran al bien, la verdad y el amor. Una Iglesia humilde como María,
siempre a la escucha de su Señor. Una Iglesia, que nunca está acabada, más preocupada
por comunicar el Evangelio de Jesús que por tenerlo todo definido. Una Iglesia del «Magníficat», que no se
complace en los soberbios, potentados y ricos de este mundo, sino que busca pan
y dignidad para los pobres y hambrientos de la Tierra , sabiendo que Dios está
de su parte. Una Iglesia atenta al
sufrimiento de todo ser humano, que sabe, como María, olvidarse de sí misma y
«marchar de prisa» para estar cerca de quien necesita ser ayudado. Una Iglesia
preocupada por la felicidad de todos los que «no tienen vino» para celebrar la
vida. Una Iglesia que anuncia la hora de la mujer y promueve con gozo su
dignidad, responsabilidad y creatividad femenina. Una Iglesia contemplativa que
sabe «guardar y meditar en su corazón» el misterio de Dios encarnado en Jesús
para transmitirlo como experiencia viva. Una Iglesia que cree, ora, sufre y
espera la salvación de Dios anunciando con humildad la victoria final del amor.
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