El año de la fe: hay que preparar el
camino al señor.
Hemos escrito, en otros momentos, que todas las
personas somos iguales, porque todas somos fruto del amor de Dios. Todos
tenemos un componente espiritual que nos posibilita trascender la materia y
conectar con Dios que es Espíritu. También hemos dicho que Dios no abandona a
ninguno de sus hijos, al contrario siempre está acercándose a sus vidas. Las
personas le captamos en diversas circunstancias y momentos, esta diversidad se
concreta en diversas religiones, en diversas maneras de conocer y ponerse en
contacto con el Creador de todos. Todas las religiones tienen semillas
espirituales de Dios y todos estamos llamados a ser testigos del amor que Dios
nos tiene. Por un misterio, que sólo Dios sabe, de todos los pueblos escogió a
uno para que fuera muestra de cómo las personas podemos organizarnos, vivir,
amarnos y ser felices si decidimos trabajar en comunión con Dios, esta elección
y esta esperanza la depositó Dios en el Pueblo de Israel, a él le correspondió
la gracia de conocer mejor a Dios, conocer su actividad favorable y, también,
la responsabilidad de ser el promotor de cómo los pueblos pueden hacer justicia
y respetar, cuidar y amar a sus ciudadanos. Las gentes de Israel, que nunca
perdieron su libertad de decisión, decidieron ser un pueblo del montón, aspirar
a lo que los otros aspiraban, luchar como los otros luchaban, potenciar la
desigualdad y el desprecio a las personas. De ser el pueblo de confianza, el
Señor Dios afirma: “Mi pueblo no me conoce, mi pueblo no me comprende” (Is
1,3). Mi pueblo prefiere a los ídolos de la guerra, de los metales preciosos,
de la ganancia… Una actuación así lleva a que las víctimas y los otros pueblos
se pregunten “¿Dónde está su Dios”, y nace el ateísmo y Dios se convierte en el
hazmerreir de muchos.
Pero el Señor no abandona ni
a sus hijos, ni a su pueblo. Siempre está presente en nuestras vidas y en los
acontecimientos; se hizo presente en nuestra historia humana esperando ser
acogido por el pueblo en quien confió. Sabemos que no fue así; y es a partir de
este hecho que hemos de valorar mucho el gran trabajo de un hombre fiel como
fue Juan: “Había que preparar el camino al Señor”. Se desgañitó, vivió con suma
pobreza, pidió conversión y exigió eliminar todo aquello que hace pensar que
Dios no existe o no se cuida de las personas y nos oriento sobre lo que hay que
hacer. El pidió: compartir con el que no tiene tanto ropa como comida; no
exigir más de lo permitido, no extorsionar ni aprovecharse de nadie,
contentarse con la paga.
¿Qué nos diría hoy? Que las comunidades cristianas podemos desarrollar iniciativas diversas
para estar cerca de los casos más sangrantes de desamparo social: conocimiento
concreto de situaciones, movilización de personas para no dejar solo a nadie,
aportación de recursos materiales, gestión de posibles ayudas... Y, sobretodo,
luchar por la justicia.
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