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HOMILÍAS JOSÉ ANTONIO PAGOLA
Natividad de San Juan Bautista
El Señor le había hecho gran misericordia...
Lc 1, 57-66.80
La festividad de San Juan representa el pórtico de las fiestas que a lo
largo del verano se irán celebrando en nuestros pueblos.
Pero, ¿qué es «hacer fiesta»? ¿qué es lo que diferencia al día de fiesta
de un día ordinario? «¿Por qué unos días son mayores que otros si todo el año
la luz nos viene del sol?», se pregunta el libro del Eclesiástico.
Son bastantes los que piensan que el hombre actual está perdiendo la
capacidad de «celebrar fiestas». Algunos llegan a hablar de una «civilización
sin fiestas».
Cuando «la actividad desnuda», el trabajo y la eficacia marcan el sistema
de una sociedad y nuestra vida entera, la fiesta queda como vacía de su
contenido más hondo.
La fiesta se convierte entonces en día «no laborable», día de vacación. Un
tiempo en el que, paradójicamente, hay que «trabajar» y esforzarse por
conseguir una alegría que de ordinario no hay en nuestra vida.
Entonces la fiesta deja su lugar al espectáculo, el turismo, la huida de
los viajes o la ebriedad de «las salas de fiesta».
Pero la fiesta es mucho más que una «suspensión del trabajo» o una distensión
física. El hombre es mucho más que un «animal laborable» o una máquina que
necesita recuperación.
Necesitamos algo más que unas vacaciones que nos distraigan y nos hagan
olvidar las preocupaciones que tienen habitualmente nuestros días de trabajo.
Algo que no puede lograr «la industria del tiempo libre» por muchas fórmulas
que invente para llenar o, como se dice expresivamente, para «matar el tiempo».
Lo importante es «vivir en fiesta» por dentro. Saber celebrar la vida.
Abrirnos al regalo del Creador. Despertar lo mejor que hay en nosotros y que
queda oscurecido por el olvido, la superficialidad, la actividad y el ritmo
agitado de cada día.
Vivir con el corazón abierto a ese Padre que da sentido y valor definitivo
a nuestro vivir diario. Sentirnos hermanos de los hombres y amigos de la
creación entera. Dejar hablar a nuestro Dios y gustar su presencia cariñosa en
nuestra existencia.
Entonces la fiesta se carga de un significado auténtico, se tiñe de una
alegría que nada tiene que ver con el goce del trabajo eficaz y bien realizado,
nos regenera y nos redime del hastío y el desgaste diario.
Quien no lo haya descubierto seguirá confundiendo lamentablemente las
vacaciones con la fiesta, sencillamente porque es incapaz de «vivir en fiesta».
Los evangelios presentan un fuerte contraste entre la actuación de Juan y la de Jesús. La preocupación suprema de Juan es el pecado que está corrompiendo al pueblo entero; por eso se sale de la tierra prometida y marcha al desierto para predicar desde allí la conversión a Dios. Para Jesús, por el contrario, la primera preocupación es el sufrimiento de quienes son víctimas de esas injusticias y pecados; por eso deja el desierto y va visitando las aldeas de Galilea anunciando la Buena Noticia de un Dios que quiere una vida más humana.
La tarea de Juan es clara: denunciar los pecados, llamar a los pecadores a
penitencia y ofrecer un bautismo de conversión y perdón; por eso lo llaman
«Bautista», el bautizador. El quehacer de Jesús es diferente: cura a los enfermos,
acoge a los pecadores y ofrece la salud y el perdón gratuito de Dios sin
necesidad de bautizarse en el Jordán; por eso, lo llaman curador y amigo de
pecadores.
El lenguaje del Bautista es duro y da miedo; habla de la «ira» de Dios que
llega como un leñador blandiendo su hacha para cortar de raíz los árboles
estériles; el pueblo ha de vivir preparándose para la llegada del juicio
inminente de este Dios. Jesús, por el contrario, narra parábolas que jamás se
le hubieran ocurrido al Bautista; el que llega es un Padre bueno y cercano,
compasivo y perdonador. Su palabra despierta confianza y alegría. El pueblo lo
ha de acoger ahora mismo creando una convivencia más justa, fraterna y
compasiva.
El Bautista no hace gestos de bondad. No se compadece ante el sufrimiento:
no se acerca a curar a los enfermos. No ve la marginación de los más
desgraciados: no toca a los leprosos ni libera a los endemoniados. No se fija
en los débiles: no abraza a los niños de la calle. No come con pecadores: vive
encerrado en su vida solitaria del desierto. Jesús, por el contrario, se dedica
a curar, liberar del mal, acoger, bendecir, perdonar. Lo suyo es introducir en
la vida salud, perdón, paz, amistad, fraternidad.
¿De quién somos nosotros? ¿Seguimos al Bautista o a Jesús? ¿Somos
«bautistas» o «cristianos»? ¿Nos hemos quedado en el precursor o vivimos
acogiendo a Jesucristo?
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