domingo, 4 de septiembre de 2011

Reunirse en el nombre de Jesús.



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REUNIRSE EN EL NOMBRE DE JESÚS

  La destrucción del templo de Jerusalén el año 70 de nuestra era, provocó una profunda crisis en el pueblo judío. El templo era “la casa de Dios”. Desde allí reinaba imponiendo la ley. Destruido el templo, ¿Dónde encontrarse ahora con su presencia salvadora? Los rabinos reaccionaron buscando a Dios en las reuniones que hacían para estudiar la Ley. El célebre Rabbi Ananás, muerto hacía el año 135, lo afirmaba claramente: “Donde dos o tres se reúnen para estudiar la Ley, la presencia de Dios (la Shekiná) está con ellos”.

  Los seguidores de Jesús provenientes del judaísmo reaccionaron de manera muy diferente. Mateo recuerda a sus lectores unas palabras que atribuye a Jesús y que son de gran importancia para mantener viva su presencia entre sus seguidores: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». No es una reunión que se hace por costumbre, por disciplina o por sumisión a un precepto. La atmósfera de este encuentro es otra cosa. Son seguidores de Jesús que «se reúnen en su nombre», atraídos por él, animados por su espíritu. Jesús es la razón, la fuente, el aliento, la vida de ese encuentro. Allí se hace presente Jesús, el resucitado.

         No es ningún secreto que la reunión dominical de los cristianos está en crisis profunda. A no pocos la misa se les hace insufrible. Ya no tienen paciencia para asistir a un acto en el que se les escapa el sentido de los símbolos y donde no siempre escuchan palabras que toquen la realidad de sus vidas. Algunos sólo conocen misas reducidas a un acto gregario, regulado y dirigido por los eclesiásticos, donde el pueblo permanece pasivo, encerrado en su silencio o en sus respuestas mecánicas, sin poder sintonizar con un lenguaje cuyo contenido no siempre entienden. ¿Es esto «reunirse en el nombre del Señor»?

        Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos”. La mejor manera de hacer presente a Cristo en su Iglesia es mantenernos unidos actuando en su “nombre” y movidos por su Espíritu.  Ante la multitud de preguntas que podemos hacernos en la situación actual, todos debemos plantearnos, desde la confesión de amistad que el Señor nos tiene al invitarnos a formar parte de su grupo (Iglesia), ¿Qué hago yo por crear un clima de conversión colectiva en el seno de esta Iglesia siempre necesitada de renovación y trasformación?

 ¿Cómo es posible que la reunión dominical se vaya perdiendo como si no pasara nada? ¿No es la Eucaristía el centro del cristianismo? ¿Cómo es que la Jerarquía prefiera no plantearse nada, no cambiar nada? ¿Cómo es que los cristianos permanecemos callados? ¿Por qué tanta pasividad y falta de reacción? ¿Dónde suscitará el Espíritu encuentros de dos o tres que nos enseñen a reunirnos en el nombre de Jesús?

  ¿Cómo sería la Iglesia si todos viviéramos la adhesión a Jesucristo como la viven los que han optado por la humildad, la sencillez y la justicia? ¿Qué aporto yo y qué aportamos como parroquia de espíritu y de verdad evangélica en esta nuestra Iglesia tan necesitada de radicalidad evangélica para ofrecer un testimonio creíble de Jesús en medio de una sociedad indiferente y descreída?

   ¿Cómo contribuye, cada uno de nosotros, a edificar una Iglesia más cercana a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Una Iglesia que no sólo sepa enseñar, predicar y exhortar, sino, y sobre todo, que sepa acoger, escuchar, acompañar a quienes viven perdidos por cualquier causa o motivo?

         ¿Qué aportamos, cada uno de nosotros para construir una Iglesia samaritana, de corazón grande y compasivo, capaz de olvidarse de sus propios intereses, para vivir volcada sobre los grandes problemas de la humanidad? ¿Qué hago yo para que la Iglesia se libere de miedos y servidumbres que la paralizan y atan al pasado, y se deje penetrar y vivificar por la frescura y la creatividad que nace del evangelio de Jesús?  ¿Qué aporto yo en estos momentos para que la Iglesia aprenda a «vivir en minoría», sin grandes pretensiones sociales, sino de manera humilde, como «levadura» oculta, «sal» transformadora, pequeña «semilla de mostaza» dispuesta a morir para dar vida? ¿Qué hago yo por una Iglesia más alegre y esperanzada, más libre y comprensiva, más transparente y fraterna, más creyente y más creíble, más de Dios y menos del mundo, más de Jesús y menos de nuestros intereses y ambiciones? La auténtica verdad es que la Iglesia cambia cuando cambiamos nosotros, se convierte cuando nosotros nos convertimos. 

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