sábado, 22 de febrero de 2014





EL PAPA FRANCISCO Y LA EUCARISTÍA

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy os hablaré de la Eucaristía. La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.
Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.  Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo... Tomad, bebed, ésta es mi sangre».
El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.
Queridos amigos, no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre.

Continuaremos escuchando al papa la próxima semana, mientras preguntémonos: ¿Qué hemos descubierto de la eucaristía? ¿Porqué no nos preguntamos si tenemos la formación necesaria para  participar?
¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo.
 No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme nuestras comunidades en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace
durante toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión. Es importante que los niños se preparen bien para la primera Comunión y que cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta pertenencia fuerte a Jesucristo, después del Bautismo y la Confirmación.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En la última catequesis he puesto de relieve como la Eucaristía nos introduce en la comunión real con Jesús y su misterio. Ahora podemos hacernos algunas preguntas sobre la relación entre la Eucaristía que celebramos y nuestra vida, como Iglesia y como cristianos a nivel individual. Nos preguntamos: ¿cómo vivimos la Eucaristía? ¿Cómo vivimos la Misa, cuando vamos a Misa el domingo? ¿Es sólo un momento de fiesta, una tradición consolidada, una ocasión para encontrarse o para sentirse bien, o es algo más?
Hay señales muy concretas para comprender cómo vivimos todo esto. Cómo vivimos la Eucaristía. Señales que nos dicen si vivimos bien la Eucaristía o si no la vivimos tan bien. La primera pista es nuestra manera de ver y considerar a los otros. En la Eucaristía, Cristo siempre lleva a cabo nuevamente el don de sí mismo que ha realizado en la Cruz. Toda su vida es un acto de total entrega de sí mismo por amor; por eso Él amaba estar con sus discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer. Esto significaba para Él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba sus almas y sus vidas. Ahora, cuando participamos en la Santa Misa, nos encontramos con hombres y mujeres de todas las clases: jóvenes, ancianos, niños; pobres y acomodados; originarios del lugar y forasteros; acompañados por sus familiares y solos... Pero la Eucaristía que celebro, ¿me lleva a sentirlos a todos, realmente, como hermanos y hermanas? ¿Hace crecer en mí la capacidad de alegrarme con el que se alegra y de llorar con el que llora? ¿Me empuja a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús? Todos vamos a Misa porque amamos a Jesús y queremos compartir su pasión y su resurrección en la Eucaristía. Pero, ¿amamos como Jesús quiere que amemos a aquellos hermanos y hermanas más necesitados? Por ejemplo, en Roma, estos días hemos visto tantos problemas sociales: la lluvia que ha provocado tantos daños a barrios enteros; la falta de trabajo, provocada por esta crisis social en todo el mundo... Me pregunto y cada uno de nosotros preguntémonos: yo que voy a Misa, ¿cómo vivo esto? ¿Me preocupa ayudar? ¿Me acerco? ¿Rezo por ellos que tienen este problema? O soy un poco indiferente... O quizá me preocupo de charlar: '¿Pero has visto cómo estaba vestida aquella o cómo estaba vestido aquel?' A veces se hace esto, ¿no? Después de Misa, ¿o no? ¡Se hace! ¿Eh? ¡Y eso no se tiene que hacer! Tenemos que preocuparnos por nuestros hermanos y hermanas que tienen una necesidad, una enfermedad, un problema... Pensemos, nos hará bien hoy, pensemos en estos hermanos y hermanas que tienen hoy problemas aquí en Roma. Problemas por culpa de la lluvia, por esta tragedia de la lluvia, y problemas sociales de trabajo. Pidamos a Jesús, a este Jesús que recibimos en la Eucaristía, que nos ayude a ayudarles.
Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de sentirnos perdonados y dispuestos a perdonar. A veces alguno pregunta: ‘¿Para qué se debería ir a la iglesia, dado que el que participa habitualmente en la Santa Misa es pecador como los demás?’ ¿Cuántas veces hemos escuchado esto? En realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace porque se considera o quiere parecer mejor que los demás, sino precisamente porque se reconoce siempre necesitado de ser acogido y regenerado por la misericordia de Dios, hecha carne en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente pecador, es mejor que no vaya a Misa, ¿eh? ¿Por qué? Nosotros vamos a Misa, porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Jesús. Participar de su redención, de su perdón. Ese ‘Yo confieso’ que decimos al principio no es un pro forma, ¡es un verdadero acto de penitencia! Soy pecador, me confieso. ¡Así empieza la Misa! No debemos nunca olvidar que la Ultima Cena de Jesús ha tenido lugar “en la noche en que iba a ser entregado” (1 Cor 11, 23). En ese pan y en ese vino que ofrecemos y en torno al cual nos reunimos se renueva cada vez el don del cuerpo y de la sangre de Cristo para la remisión de nuestros pecados. ¿Eh? Tenemos que ir a Misa humildemente, como pecadores. Y el Señor nos reconcilia.
Un último indicio precioso nos lo ofrece la relación entre la celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades cristianas. Es necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos nosotros; no es una conmemoración nuestra de aquello que Jesús ha dicho e hecho. No. ¡Es precisamente una acción de Cristo! Es Cristo que actúa ahí, que está sobre el altar. Y Cristo es el Señor. Es un don de Cristo, el cual se hace presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos de su Palabra y de su vida. Esto significa que la misión y la identidad misma de la Iglesia surgen de allí, de la Eucaristía, y allí toman siempre forma. Una celebración puede resultar también impecable desde el punto de vista exterior. ¡Bellísima! Pero si no nos conduce al encuentro con Jesucristo, corre el riesgo de no traer ningún alimento a nuestro corazón y a nuestra vida. A través de la Eucaristía, en cambio, Cristo quiere entrar en nuestra existencia y permearla de su gracia, para que en cada comunidad cristiana haya coherencia entre liturgia y vita. El corazón se llena de confianza y de esperanza pensando en las palabras de Jesús recogidas en el evangelio: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de preocupación por los necesitados, y por las necesidades de tantos hermanos y hermanas, en la certeza de que el Señor realizará aquello que nos ha prometido: la vida eterna. ¡Así sea!




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