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HOMILÍAS JOSÉ ANTONIO PAGOLA
Ha echado más que nadie. Mc 12, 38-44
NEUROSIS DE POSESION
Una de las aportaciones más valiosas de la fe cristiana al hombre contemporáneo es, quizás, la de ayudarle a vivir con un sentido más humano en medio de una sociedad enferma de «neurosis de posesión».
El modelo de sociedad y de convivencia que configura nuestro vivir diario está basado no en lo que cada hombre es, sino en lo que cada hombre tiene. Lo importante es «tener» dinero, prestigio, poder, autoridad... El que posee esto, sale adelante y triunfa en la vida. El que no logra algo de esto, queda descalificado.
Desde los primeros años, al niño se le «educa» más para tener que para ser. Lo que interesa es que se capacite para que el día de mañana «tenga» una posición, unos ingresos, un nombre, una seguridad. Así, casi inconscientemente, preparamos a las nuevas generaciones para la competencia y la rivalidad.
Vivimos en un modelo de sociedad que fácilmente empobrece a las personas. La demanda de afecto, ternura y amistad que late en todo hombre es atendida con objetos. La comunicación humana queda sustituida por la posesión de cosas.
Los hombres se acostumbran a valorarse a sí mismos por lo que poseen o lo que son capaces de llegar a poseer. Y, de esta manera, corren el riesgo de irse incapacitando para el amor, la ternura, el servicio generoso, la ayuda amistosa, el sentido gratuito de la vida. Esta sociedad no ayuda a crecer en amistad, solidaridad y preocupación por los derechos del otro.
Por eso, cobra especial relieve en nuestros días la invitación del evangelio a valorar al hombre desde su capacidad de servicio y solidaridad.
La grandeza de una vida se mide en último término no por los conocimientos que uno posee, ni por los bienes que ha conseguido acumular, ni por el éxito social que ha podido alcanzar, sino por la capacidad de servir y ayudar a los otros a ser más humanos.
El hombre más poderoso, más sabio y más rico, queda descalificado como hombre si no es capaz de hacer algo gratis por los demás.
Cuántas gentes humildes, como la viuda del evangelio, aportan más a la humanización de nuestra sociedad con su vida sencilla de solidaridad y ayuda generosa a los necesitados, que tantos protagonistas de nuestra vida social, económica y política, hábiles defensores de sus intereses, su protagonismo y su posición.
UNA ILUSION ENGAÑOSA
Son muchos los que piensan que la compasión es una actitud absolutamente desfasada y anacrónica en una sociedad que ha de organizarse sus propios servicios para atender a las diversas necesidades.
Lo progresista no es vivir preocupado por los más necesitados y desfavorecidos de la sociedad, sino saber exigir con fuerza a la Administración que los atienda de manera eficiente.
Sin embargo, sería un engaño no ver lo que sucede en realidad. Cada uno busca su propio bienestar luchando incluso despiadadamente contra posibles competidores. Cada uno busca la fórmula más hábil para pagar el mínimo de impuestos, sin detenerse incluso ante pequeños o no tan pequeños fraudes. Y luego, se pide a la Administración, a la que se aporta lo menos posible, que atienda eficazmente a quienes nosotros mismos, hemos hundido en la marginación y la pobreza.
Pero no es fácil recuperar "las entrañas" ante el sufrimiento ajeno cuando uno se ha instalado en su pequeño mundo de bienestar. Mientras sólo nos preocupe cómo incrementar la cuenta corriente o hacer más rentable nuestro dinero, será difícil que nos interesemos realmente por los que sufren.
Sin embargo, como necesitamos conservar la ilusión de que en nosotros hay todavía un corazón humano y compasivo, nos dedicamos a dar "lo que nos sobra".
Tranquilizamos nuestra conciencia llamando a "Traperos de Emaús" para desprendernos de objetos inútiles, muebles inservibles o electrodomésticos gastados. Entregamos en Cáritas ropas y vestidos que ya no están de moda. Hacemos incluso pequeños donativos siempre que dejen a salvo nuestro presupuesto de vacaciones o fin de semana.
Qué duras nos resultan en su tremenda verdad las palabras de Jesús alabando a aquella pobre viuda que acaba de entregar sus pocos dineros: "Los demás han dado lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir".
Sabemos dar lo que nos sobra, pero no sabemos estar cerca de quienes, tal vez, necesitan nuestra compañía o defensa. Damos de vez en cuando nuestro dinero, pero no somos capaces de dar parte de nuestro tiempo o nuestro descanso. Damos cosas pero rehuimos nuestra ayuda personal.
Ofrecemos a nuestros ancianos residencias cada vez mejor equipadas, pero, tal vez, les negamos el calor y el cariño que nos piden. Reclamamos toda clase de mejoras sociales para los minusválidos, pero no nos agrada aceptarlos en nuestra convivencia normal.
En la vida misma de familia, ¿no es a veces más fácil dar cosas a los hijos que darles el cariño y la atención cercana que necesitan? ¿No resulta más cómodo subirles la paga que aumentar el tiempo dedicado a ellos?
Las palabras de Jesús nos obligan a preguntarnos si vivimos sólo dando lo que nos sobra o sabemos dar también algo de nuestra propia vida.
ENVIDIA
La envidia nos resulta vergonzosa e inconfesable, pero está muy extendida en nuestra sociedad. El psiquíatra E. Rojas se atreve a decir que «todos la padecemos a lo largo de nuestra vida en mayor o menor medida, en unos momentos u otros según las circunstancias».
En los niños aflora con más claridad porque todavía no han aprendido a disimularla. Los adultos sabemos enmascararla mejor y la ocultamos de diversas maneras bajo forma de desprecio, descalificación, necesidad de superar siempre a los demás.
La envidia es un proceso a veces bastante complejo y soterrado, que puede hacer a la persona profundamente desgraciada incapacitándola de raíz para disfrutar de felicidad alguna. El envidioso nunca está contento consigo mismo, con lo que es, con lo que tiene. Vive resentido. Necesita mirar de reojo a los demás, compararse, añorar el bien de los otros, estar por encima.
Por otra parte, vivimos en una sociedad que, con frecuencia, nos empuja a articular nuestras relaciones interpersonales en torno al principio de competitividad. Ya desde niños se nos enseña a rivalizar, competir, ser más que los demás. Hay personas que terminan viviendo desde una actitud competitiva. No piensan sino en términos de comparación. Inconscientemente, se sienten en la obligación de demostrar que son los más inteligentes, los más hábiles, los más seductores, los más poderosos.
Uno de los medios más utilizados para ello es demostrar que se tiene más que los demás, que uno puede comprar un modelo mejor, poseer una casa más lujosa, hacer unas vacaciones más caras. No nos atrevemos a confesarlo, pero en la raíz de muchas vidas dedicadas a ganar siempre más y a conseguir un nivel de vida siempre mejor, solo hay un incentivo: la envidia.
Sin embargo, el que mira con envidia a los demás, no disfruta de lo suyo. Por mucho que posea, siempre brotará en su interior la insatisfacción, el sufrimiento que corroe por dentro al ver que otros «tienen» tal vez más.
El evangelista Marcos nos muestra la diferente reacción de Jesús ante los fariseos que solo viven para aparentar, sobresalir y aprovecharse de los débiles, y ante una pobre viuda que sabe desprenderse incluso de lo poco que tiene para ayudar a otros más necesitados. Lo decisivo es siempre vivir humanamente. Disfrutar de lo que se tiene y de lo que se es. Saber compartir. Vivir ante Dios…
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Ha echado más que nadie. Mc 12, 38-44
NEUROSIS DE POSESION
Una de las aportaciones más valiosas de la fe cristiana al hombre contemporáneo es, quizás, la de ayudarle a vivir con un sentido más humano en medio de una sociedad enferma de «neurosis de posesión».
El modelo de sociedad y de convivencia que configura nuestro vivir diario está basado no en lo que cada hombre es, sino en lo que cada hombre tiene. Lo importante es «tener» dinero, prestigio, poder, autoridad... El que posee esto, sale adelante y triunfa en la vida. El que no logra algo de esto, queda descalificado.
Desde los primeros años, al niño se le «educa» más para tener que para ser. Lo que interesa es que se capacite para que el día de mañana «tenga» una posición, unos ingresos, un nombre, una seguridad. Así, casi inconscientemente, preparamos a las nuevas generaciones para la competencia y la rivalidad.
Vivimos en un modelo de sociedad que fácilmente empobrece a las personas. La demanda de afecto, ternura y amistad que late en todo hombre es atendida con objetos. La comunicación humana queda sustituida por la posesión de cosas.
Los hombres se acostumbran a valorarse a sí mismos por lo que poseen o lo que son capaces de llegar a poseer. Y, de esta manera, corren el riesgo de irse incapacitando para el amor, la ternura, el servicio generoso, la ayuda amistosa, el sentido gratuito de la vida. Esta sociedad no ayuda a crecer en amistad, solidaridad y preocupación por los derechos del otro.
Por eso, cobra especial relieve en nuestros días la invitación del evangelio a valorar al hombre desde su capacidad de servicio y solidaridad.
La grandeza de una vida se mide en último término no por los conocimientos que uno posee, ni por los bienes que ha conseguido acumular, ni por el éxito social que ha podido alcanzar, sino por la capacidad de servir y ayudar a los otros a ser más humanos.
El hombre más poderoso, más sabio y más rico, queda descalificado como hombre si no es capaz de hacer algo gratis por los demás.
Cuántas gentes humildes, como la viuda del evangelio, aportan más a la humanización de nuestra sociedad con su vida sencilla de solidaridad y ayuda generosa a los necesitados, que tantos protagonistas de nuestra vida social, económica y política, hábiles defensores de sus intereses, su protagonismo y su posición.
UNA ILUSION ENGAÑOSA
Son muchos los que piensan que la compasión es una actitud absolutamente desfasada y anacrónica en una sociedad que ha de organizarse sus propios servicios para atender a las diversas necesidades.
Lo progresista no es vivir preocupado por los más necesitados y desfavorecidos de la sociedad, sino saber exigir con fuerza a la Administración que los atienda de manera eficiente.
Sin embargo, sería un engaño no ver lo que sucede en realidad. Cada uno busca su propio bienestar luchando incluso despiadadamente contra posibles competidores. Cada uno busca la fórmula más hábil para pagar el mínimo de impuestos, sin detenerse incluso ante pequeños o no tan pequeños fraudes. Y luego, se pide a la Administración, a la que se aporta lo menos posible, que atienda eficazmente a quienes nosotros mismos, hemos hundido en la marginación y la pobreza.
Pero no es fácil recuperar "las entrañas" ante el sufrimiento ajeno cuando uno se ha instalado en su pequeño mundo de bienestar. Mientras sólo nos preocupe cómo incrementar la cuenta corriente o hacer más rentable nuestro dinero, será difícil que nos interesemos realmente por los que sufren.
Sin embargo, como necesitamos conservar la ilusión de que en nosotros hay todavía un corazón humano y compasivo, nos dedicamos a dar "lo que nos sobra".
Tranquilizamos nuestra conciencia llamando a "Traperos de Emaús" para desprendernos de objetos inútiles, muebles inservibles o electrodomésticos gastados. Entregamos en Cáritas ropas y vestidos que ya no están de moda. Hacemos incluso pequeños donativos siempre que dejen a salvo nuestro presupuesto de vacaciones o fin de semana.
Qué duras nos resultan en su tremenda verdad las palabras de Jesús alabando a aquella pobre viuda que acaba de entregar sus pocos dineros: "Los demás han dado lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir".
Sabemos dar lo que nos sobra, pero no sabemos estar cerca de quienes, tal vez, necesitan nuestra compañía o defensa. Damos de vez en cuando nuestro dinero, pero no somos capaces de dar parte de nuestro tiempo o nuestro descanso. Damos cosas pero rehuimos nuestra ayuda personal.
Ofrecemos a nuestros ancianos residencias cada vez mejor equipadas, pero, tal vez, les negamos el calor y el cariño que nos piden. Reclamamos toda clase de mejoras sociales para los minusválidos, pero no nos agrada aceptarlos en nuestra convivencia normal.
En la vida misma de familia, ¿no es a veces más fácil dar cosas a los hijos que darles el cariño y la atención cercana que necesitan? ¿No resulta más cómodo subirles la paga que aumentar el tiempo dedicado a ellos?
Las palabras de Jesús nos obligan a preguntarnos si vivimos sólo dando lo que nos sobra o sabemos dar también algo de nuestra propia vida.
ENVIDIA
La envidia nos resulta vergonzosa e inconfesable, pero está muy extendida en nuestra sociedad. El psiquíatra E. Rojas se atreve a decir que «todos la padecemos a lo largo de nuestra vida en mayor o menor medida, en unos momentos u otros según las circunstancias».
En los niños aflora con más claridad porque todavía no han aprendido a disimularla. Los adultos sabemos enmascararla mejor y la ocultamos de diversas maneras bajo forma de desprecio, descalificación, necesidad de superar siempre a los demás.
La envidia es un proceso a veces bastante complejo y soterrado, que puede hacer a la persona profundamente desgraciada incapacitándola de raíz para disfrutar de felicidad alguna. El envidioso nunca está contento consigo mismo, con lo que es, con lo que tiene. Vive resentido. Necesita mirar de reojo a los demás, compararse, añorar el bien de los otros, estar por encima.
Por otra parte, vivimos en una sociedad que, con frecuencia, nos empuja a articular nuestras relaciones interpersonales en torno al principio de competitividad. Ya desde niños se nos enseña a rivalizar, competir, ser más que los demás. Hay personas que terminan viviendo desde una actitud competitiva. No piensan sino en términos de comparación. Inconscientemente, se sienten en la obligación de demostrar que son los más inteligentes, los más hábiles, los más seductores, los más poderosos.
Uno de los medios más utilizados para ello es demostrar que se tiene más que los demás, que uno puede comprar un modelo mejor, poseer una casa más lujosa, hacer unas vacaciones más caras. No nos atrevemos a confesarlo, pero en la raíz de muchas vidas dedicadas a ganar siempre más y a conseguir un nivel de vida siempre mejor, solo hay un incentivo: la envidia.
Sin embargo, el que mira con envidia a los demás, no disfruta de lo suyo. Por mucho que posea, siempre brotará en su interior la insatisfacción, el sufrimiento que corroe por dentro al ver que otros «tienen» tal vez más.
El evangelista Marcos nos muestra la diferente reacción de Jesús ante los fariseos que solo viven para aparentar, sobresalir y aprovecharse de los débiles, y ante una pobre viuda que sabe desprenderse incluso de lo poco que tiene para ayudar a otros más necesitados. Lo decisivo es siempre vivir humanamente. Disfrutar de lo que se tiene y de lo que se es. Saber compartir. Vivir ante Dios…
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